Taurus poniatovii


Publicamos a continuación un manuscrito inédito del célebre astrónomo y matemático Marcin Poczobutt S.J. caballero de la Orden del Águila Blanca (1728-1810). El texto original, redactado en latín, ha sido encontrado recientemente en el doble fondo de un cajón de su escritorio. Este sorprendente hallazgo ha tenido lugar en el momento en que se procedía a la restauración del gabinete de su casa natal de Slomianka (Ucrania), donde residió durante los últimos años de su vida. El documento es de sumo interés, ya que en él relata un episodio de su juventud que influyó de forma determinante en uno de sus trabajos de astronomía más conocidos. 

Vladimir Slowianski, presidente de la Asociación de Astronomía “Marcin Poczobutt”.


He escrito mucho a lo largo de mi vida, pero siempre he sido parco en anécdotas personales, en detalles íntimos. Me dispongo ahora, no sin escrúpulos, a saltarme esa regla de discreción que siempre me he impuesto. Lo hago con el temor de que la aventura de la que quiero dejar constancia pueda perjudicar, si fuere mal interpretada, la reputación, ya bastante maltrecha, de la Compañía de Jesús –prohibida desde hace años en la mayoría de países europeos-, así como la mía propia. Por ese motivo, haré todo lo posible para que este escrito no sea conocido por nadie y no se difunda, si Dios lo permite, hasta mucho después de mi muerte. Si persisto, pese a todo, en dar ciertos detalles de mi existencia que habría preferido no divulgar, es porque considero que tengo el deber de exponer el modo en que se me hicieron evidentes e irrefutables la figura y el nombre que he dado a la constelación que se encuentra entre la del Ofiuco y la del Escorpión –Taurus Poniatovii o Toro de Poniatowski-, de cuyo descubrimiento me honro. Los hechos que voy a relatar tuvieron lugar durante mi primer y último viaje a España, allá por el año 1759, el mismo en el que se pudieron confirmar las predicciones de Edmond Halley, sobre el paso de su famoso cometa, cerca de la Tierra. 

Desde el principio, cuando todavía estaba en Roma y preparaba el equipaje para el largo trayecto, algo me decía que ese viaje no sería como los otros. Era una intuición vaga, una aprensión, aunque todavía no sabía si mi inquietud era el presagio de acontecimientos felices o desgraciados. Para empezar, la justificación de tal periplo me resultaba un tanto imprecisa. ¿Para qué ir a los confines occidentales de Europa? Las obligaciones religiosas que entrañaban mi pertenencia a la Compañía de Jesús, no me exigían tal desplazamiento. Mis ocupaciones científicas, aún menos. Desde luego, dada la insignificancia de los observatorios astronómicos en España, no tendría la menor oportunidad de progresar en aquello que constituía mi principal centro de interés: mis investigaciones a propósito de la bóveda celeste y en particular el análisis de una zona de ésta, inexplicablemente ignorada hasta el momento por los cartógrafos de los astros. ¿Qué iría a hacer, entonces, en una finca de Andalucía destinada exclusivamente a la cría de toros bravos? Sin duda, ese viaje sólo se podía entender como uno de mis esporádicos caprichos de juventud: el último. Uno de los pocos que me habría permitido a lo largo de mis treinta años de existencia, dominados por la disciplina religiosa y el trabajo científico. 

En un primer momento, había optado por rechazar esa perspectiva. Me sorprendía incluso haber llegado al extremo de tomarla en cuenta. Así se lo comuniqué en tono jocoso a algunos de mis hermanos jesuitas, pensando que contaría con su inmediata aquiescencia. Su reacción fue contraria a la que esperaba. Estaban ya al corriente de ese proyecto y consideraban que nada podía resultarme más beneficioso que un viaje de tales características, exento de obligaciones, en el que pudiera recobrar fuerzas y conocer otras costumbres y modos de vida. El hermano Owen, médico eminente de nuestra congregación, que ya me había manifestado su inquietud por mi aspecto algo melancólico, fue el que se expresó de manera más vehemente.  El general de la orden abundó en la misma opinión y me animó a que abandonara el aire viciado de Roma : “Acepte esa invitación, Marcin. Vaya usted a España, conozca la patria de nuestro fundador, visite el monasterio de Montserrat y las tierras de Andalucía. Después irá a Marsella, al observatorio del hermano Esprit Pezenas y podrá continuar sus trabajos con renovadas energías y quizás acabar de trazar los contornos de esa nueva constelación que tanto le apasiona.”

La invitación a la que se refería el padre Ricci, ésa misma que había motivado mis tumultuosas reflexiones, era la que me había hecho Francisco Rivas, un sacerdote español muy extrovertido con el que había coincidido en un acto religioso en Roma y que, por algún motivo, se había empeñado en que fuera a visitarlo a su tierra. Una tierra en la que tuve la suerte de conocer, y nunca se lo agradeceré lo bastante, a Dolores, su sobrina, una mujer extraordinaria en la que parecían competir la sensibilidad, la hermosura y la inteligencia. Ella fue quien actuó como principal anfitriona durante todo el tiempo que duró mi estancia y quien, cuando nos conocimos un poco mejor, me explicó lo que creía que podían ser las razones irracionales de la intempestiva invitación de su tío. Me lo dijo con ciertas reticencias y también con una contenida emoción. A su parecer, Francisco había visto en mí una planta y una apostura de torero que le recordaban al propio marido de Dolores, a Pepe Rico, muerto en la Maestranza de Sevilla hacía dos años. Aunque le causaba cierto sonrojo decírmelo, me confesó que ella había tenido la misma impresión nada más verme y estaba convencida de que, si algún día me llegara a poner uno de los trajes de su malhadado cónyuge, sería su vivo retrato. Esa explicación me había dejado muy escéptico y si me lo hubiera dicho otra persona, menos habitada por la tristeza y el sentimiento de la pérdida del ser querido, no habría podido reprimir una carcajada. Viendo, pese a todo, la sonrisa que no pude refrenar, Dolores insistía en esa semejanza física, aceptando tan solo diferencias mínimas entre mí y el finado, en particular en la disposición de los pómulos y el color del pelo.

La finca en la que fui acogido con lo que a mí me parecían las comodidades de un pachá, se llamaba Los Olivares. La administraba el propio Francisco Rivas, aunque con la ayuda inestimable de Dolores y la presencia ruidosa de la pequeña Inés, la hija de la hermosa viuda. La propiedad se encontraba no muy lejos de Écija, en la provincia de Sevilla y era una de las más extensas de los contornos. En ella pasaba el tiempo dedicado a las actividades de esparcimiento que ofrecía el lugar, como lo eran las excursiones a caballo y la observación de las faenas relativas a la cría de los toros, sin abandonar por ello mis aficiones astronómicas. 

El día, o, mejor dicho, la noche de los insólitos acontecimientos que tanto me impresionaron, había decidido salir al campo para observar la luna menguante en compañía de la hija de Dolores. Inés se había hecho muy amiga mía, sospecho que atraída y divertida tanto por mis insuficiencias lingüísticas como por los instrumentos de astronomía que le permitía utilizar. Nuestro puesto de observación se encontraba sobre una pequeña colina, situada a unos dos quilómetros de las viviendas y muy alejada todavía de los extensos campos reservados a las reses bravas. Para llegar hasta ella había que atravesar una zona con gran abundancia de árboles y matorrales entre los que no era difícil perderse. Aquel día, al llegar a mi improvisado observatorio tuve la sensación de que me faltaba algo. Tras unos segundos de reflexión, caí en la cuenta de que se me había olvidado la linterna, necesaria para el camino de vuelta hacia la casa, cuando fuese ya completamente de noche. Sin duda, el alegre ajetreo que había provocado la pequeña Inés con su cháchara alocada, me había distraído durante la preparación de la salida. 

A estas alturas, pasados ya tantos años de aquel lejano episodio, me digo que, si no hubiera sido por Inés y su deseo de acompañarme para ver la luna menguante de ese 11 de noviembre de 1759, mi estancia en la finca de Los Olivares en las cercanías de Écija no habría tenido las consecuencias que tuvo para mi modesta aportación a la historia de la astronomía. Nada hubiera ocurrido tampoco si me hubiera mostrado más intransigente con ella y la hubiera obligado a volver conmigo, en lugar de ceder una vez más a sus caprichos y dejarla sola –aún tiemblo al recordar mi temeridad– mirando por el telescopio.

 

Hasta esa noche, mi estancia en la extensa finca me estaba resultando gratificante y reparadora, sin sobresaltos ni sorpresas que alterasen el apacible discurrir de los días. Más allá de la aridez del magnífico paisaje, que a mí se me antojaba exótico, disfrutaba de un ambiente campestre y familiar que no había tenido la ocasión de conocer apenas en mi vida conventual y estudiosa. La hospitalidad que Francisco me había ofrecido en Roma, se había confirmado con creces en Écija. Junto a él, todos los trabajadores y familiares del párroco ganadero se esforzaban en complacerme y me halagaban constantemente, elogiándome por los rápidos progresos que, según ellos, hacía en el uso del castellano. Dolores, que ocupaba la planta inferior de la casa con su hija, no me cansaré de repetirlo, era una belleza morena que no dejaba indiferente a ningún hombre. No podían pasar desapercibidos su pelo de azabache, sus ojos negros y otros detalles que se adivinaban bajo sus amplios ropajes de viuda. Aun así, su recato y mi disciplina me parecían defensas suficientes para mantener la mente serena durante las pocas semanas que debía pasar en su compañía. Otro motivo de regocijo para mí era la clemencia del tiempo en esas latitudes en que se gozaba de una especie de cálida primavera en el mismo período en que, en mi Slomianka natal, habrían empezado ya las primeras nieves. Para completar mi sensación de grato extrañamiento, pude asistir a unas cuantas faenas con novillos en el ruedo que el dueño de la finca había mandado hacer para las necesidades de la lidia. Al fin tenía una idea de lo que podía ser una corrida de toros, aunque Francisco me dijo que no cejaría hasta que lo acompañase a Sevilla, a la plaza de la Maestranza para que viera el espectáculo en su totalidad y apreciase el arte auténtico con el que toreaban los más famosos diestros. 

A la luz de tales experiencias, se me antojaba que mis inquietudes iniciales eran infundadas. Todo transcurría dentro de una relativa normalidad. Y seguramente habría abandonado sin pena ni gloria aquel paradero al cabo de pocas semanas si ese día no se me hubiese olvidado la linterna.  El incidente me había puesto más nervioso de lo que aconseja la prudencia. A lo largo del camino, mientras caminaba casi a trompicones por el accidentado terreno, me sentía presa de la ira, uno de los pecados capitales que todo cristiano debe estar dispuesto a combatir. Por suerte, conseguí dominarme justo antes de llegar a la casa. Los ejercicios espirituales, que tanto ayudaban a entender y revivir la pasión de Jesucristo, tenían también la virtud de entrenarnos en el control de nuestros instintos y pasiones. A esas horas, las personas que asistían a Dolores en el servicio ya se habían ido a sus dependencias, algo alejadas de la vivienda principal. En cuanto a Francisco, las noches que salía nunca estaba de vuelta antes de la madrugada. Los religiosos andaluces parecían tener una forma de vida muy diferente a los de otras latitudes. O quizá Francisco fuese en ese terreno más lejos que la mayoría, pues ¬–aparte de su insólita condición de ganadero– me habían insinuado que frecuentaba una mansión en Écija en la que era recibido casi cotidianamente con grandes alegrías por un par de niños y una cariñosa mujer. Como consecuencia de la vida compleja de Francisco, Dolores y yo pasábamos algunas veladas solos –después de que Inés se fuera a la cama–, sin que esa intimidad diera lugar a otra cosa más que a animadas charlas, en las que la joven viuda me hablaba a menudo de su marido y yo le explicaba mis manías astronómicas y le presentaba algunos dibujos de la constelación sin nombre en cuya descripción no dejaba de trabajar. La familiaridad era tal que nos tuteábamos. Yo la llamaba Dolores y ella –abreviando graciosamente Poczobutt, mi apellido –como había aprendido de su hija–, me llamaba Pocho. 

Contento de no haberme perdido, entré en la casa como siempre, sin llamar, y me dirigí a la habitación que me habían asignado, para coger la linterna. Iba a pasar después a saludar a Dolores, cuando me di cuenta de que no estaba en la cocina, donde la había dejado cosiéndole un vestido nuevo a su hija. Yendo en su busca por el resto de las dependencias, pude constatar que tenía la puerta de su habitación entreabierta. Desde el comedor se podía comprobar que tenía extendido sobre la cama uno de los trajes de su marido, Pepe Rico, quizá el más brillante y adornado de todos los que yo había visto. Y ella… Ella estaba completamente desnuda. Se había soltado el pelo, oscuro como la noche, que se le derramaba por los hombros y el pecho; tenía los ojos cerrados y acariciaba el traje con una mano, mientras la otra se paseaba por distintos lugares de su cuerpo, con el que ensayaba diversos movimientos, como si buscase la postura más placentera o más extática. Me quedé paralizado. Sabía que mi deber era salir inmediatamente de la casa, pero mis extremidades no eran capaces de obedecer a lo que mi mente les pedía. A pesar de que la gracia de aquella mujer se percibía muy bien con su atuendo diario, lo que descubría su desnudez era majestuoso. Aunque me esté mal el decirlo, en los pocos y lamentables desvíos de mis votos a los que me vi arrastrado por las malévolas y poderosas fuerzas del deseo, había tenido la oportunidad de ver a algunas mujeres hermosas con el mismo atuendo con el que Dios las trajo al mundo, pero ninguna de ellas tenía la rotunda belleza de Dolores. ¿Cómo despegar los ojos de aquella visión? Su mano izquierda seguía acariciando los bordados de la chaqueta, la seda del pantalón, la camisa blanca. Su torso seguía moviéndose de forma voluptuosa, sus muslos se frotaban uno contra el otro, los delicados dedos de sus pies se crispaban y retorcían, su mano derecha se detenía en sus pechos... Debí hacer algún gesto brusco o bien instintivamente se percató de que era observada porque, de pronto, mis ojos se encontraron con los suyos. No sé lo que haría Dolores a continuación, no tuve tiempo de comprobarlo, porque, recuperado de manera súbita de mi parálisis, salí rápidamente de la casa y eché a correr, con la vana esperanza de que no me hubiera visto. 

Para mi sorpresa, cuando volví, dulce y violentamente atormentado por la imagen de Dolores desnuda y aturdido por el charloteo imparable de Inés, la joven viuda mostró la misma naturalidad que de costumbre. Se había vuelto a poner la larga basquiña negra que solía utilizar, así como la camisa que vestía al irnos y también llevaba su pañuelo de siempre al cuello. Recibió a su hija con las usuales alharacas, pidiéndole que le contara todos los detalles de la luna que había podido contemplar. A mí me preguntó si Inés se había portado bien, si no me había impedido avanzar en mis investigaciones, sin hacer la menor alusión –ni siquiera cuando Inés ya estaba durmiendo– a mi vuelta intempestiva ni a la escena de la que había sido testigo. Finalmente, su actitud era la que yo deseé que tuviera desde el mismo momento en que nuestros ojos se cruzaron, dos horas antes, pero mentiría si dijese que la calma había vuelto a mi espíritu. 

Sin duda, a causa de todas esas emociones, durante la noche tuve una pesadilla. Fue una pesadilla muy larga, interminable. Por lo que pude recordar y anotar al día siguiente, al inicio del sueño me encontraba en la Maestranza, había ido a ver una corrida en la que participaba un resucitado Pepe Rico. Yo estaba en un asiento pegado a la barrera para ver mejor los detalles de la faena, como me había aconsejado Manuel Rivas, que estaba a mi lado. En cierto momento, el toro, enfurecido por las banderillas que le había hincado Pepe, saltó la valla y a punto estuvo de embestirme. Yo salí corriendo de la plaza, pero el toro venía detrás de mí, me perseguía sin tregua. Sin embargo, cada vez que estaba a punto de cogerme, me dejaba escapar, como si estuviera burlándose de mí. Fueron infinitos los lugares que recorrí, los escondrijos que busqué. Todo era en vano frente a la agilidad y malicia de aquel espécimen. Al final, cuando el brioso animal me tenía acorralado en lo que se asemejaba a una habitación de la misma casa en la que me encontraba, pero sin otro techo que el cielo estrellado, en el momento en que vi en sus ojos asesinos que iba a acabar con mi miserable vida, la pesadilla cambió de signo, con mi consiguiente alivio. En el mismo lugar en el que estaba, enfrentándose a la temible figura del toro, apareció un torero. Ese torero no era Pepe Rico, no era un hombre. Vestida con el mismo traje que acariciaba voluptuosamente horas antes, tenía ante mí a una mujer. Se trataba de Dolores. Su refulgente presencia dejó al toro acobardado, temeroso. Ahora era el fiero animal el que buscaba una salida, el que se mostraba ansioso por huir. Y lo logró de manera inesperada. De improviso, en lugar de la pared que le cerraba el paso, surgió ante él una algodonosa y larguísima escala celeste. Tras un instante de duda, se dirigió hacia ella, comenzó a ascender, al principio con cierto reparo, hasta sentir que caminaba sobre seguro, pero después con denuedo y sin descanso, hasta alcanzar el alejado zenit. Una vez allí, agotado por el esfuerzo, tras revolverse unos instantes, dudando entre pacer en los campos de zafiro o buscar acomodo para recuperar el aliento, optó por el reposo. Ése fue el momento en que la figura del bruto –y esto es lo más excepcional para mí de toda esta historia– se fue estilizando hasta convertirse en la misma que yo andaba buscando de mi constelación. Sí, todo coincidía, era un toro con la cabeza inclinada hacia abajo. Ni una sola de mis estrellas sobraba ni faltaba para conformar todos los detalles: los cuernos desafiantes, el morro poderoso, la ostentosa cerviz, el extenso lomo, las firmes patas delanteras, los imponentes cuartos traseros, la larga cola. Ésa era entonces la solución, la figura que tan difícil me resultaba encontrar, el fin de todos mis desvelos. 

Era lo que me decía alborozado, mientras me parecía sentir que una mano me acariciaba el pelo suavemente. Al abrir los ojos no tenía la impresión de que mis visiones oníricas hubieran desaparecido por completo, que el sueño se quisiera detener. ¿Soñaba todavía? ¿Era Dolores la que estaba delante de mí? ¿Era ella la que, desnuda otra vez, me enseñaba el mismo traje y me imploraba que me lo pusiera?: “Por favor, Pocho, hazlo por mí”.

Fuera sueño o realidad todo aquello, y sin que mi memoria haya podido recordar nada más referente a esa insólita noche, sólo sé decir que a la mañana siguiente me desperté agotado pero contento. Tenía ya el nombre y la figura de mi constelación: la figura era obviamente la de un toro y el nombre, en homenaje al rey de Polonia y Lituania, sería: Toro de Poniatowski. 

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