Rumbo a Raqa

Mateo Cadell se encuentra en el salón de actos de la Biblioteca Joan Oliva de Vilanova i la Geltrú para hablar de la experiencia vivida cuando pretendió enrolarse en las tropas del Estado Islámico. Es el mejor sitio que le han encontrado las autoridades locales para dar una charla sobre ese asunto candente. Va acompañado por una policía, francesa, Janine Horta, vestida de paisano para la ocasión. Ella tuvo un papel determinante en los hechos que se van a contar y está dispuesta a responder a las preguntas del público junto con Mateo Cadell, al que le une una relación especial después de las vicisitudes que tuvieron que afrontar hace unas pocas semanas. El caso ha sido tan comentado en los periódicos locales, nacionales e internacionales que el modesto salón, con cabida para unas doscientas cincuenta personas, está repleto. Mateo se siente impresionado. Tras las presentaciones de rigor, comienza su relato, si bien las miradas, en un primer momento, se fijan sobre todo en la exuberante Janine, que es una inteligente y sonriente rubia de metro ochenta y perfil egipcio. Si se excluye el gesto bobalicón de muchas de ellas, no sería difícil tomarla por una de las beldades fatales que aparecen en las películas de James Bond. Su apariencia contrasta con la de Mateo, un joven un poco regordete y algo patoso, con unas gafas de concha que parecen sacadas del baúl de los recuerdos de su ilustre familia. La impresión que da hasta que comienza a hablar es un poco penosa, pero en cuanto toma la palabra, su cara inexpresiva cobra vida, sus manos se agitan y toda su persona irradia una energía que provoca la atención y concentración del numeroso público. La sala, hasta entonces ruidosa, guarda un silencio sepulcral. 

Antes de nada, tengo que decir que, si no hubiera sido por la eficacia y profesionalidad de la sublime mujer que se encuentra a mi lado, no estaría aquí para contároslo. Me alegro, pues, doblemente de poder hacerlo. Estas cosas me pasan porque soy una persona inquieta y alocada. Esa es la verdad. Y es un milagro que esta vez no haya sucumbido en el intento. No sé si después de esto tendré todavía ánimos para emprender una nueva aventura. 

Hace cinco años, realicé un largo periplo en un barco bastante cochambroso de la marina mercante y pude saber lo peligrosa que es una tempestad en alta mar; hace dos años y medio estuve en Nueva Guinea, visitando la tribu caníbal de los Korowai, cuyo sentido de la hospitalidad es bastante discutible; viví también durante varios meses con un amigo en el barrio de Petare, en Caracas, en el mismísimo callejón de la Puñalada, la calle más peligrosa del barrio más peligroso del mundo. En todos esos lugares he visto la muerte de cerca por uno u otro motivo, pero nunca con tanta rotundidad como esta vez en París, a poco más de mil kilómetros de aquí, en una ciudad famosa sobre todo por su refinamiento, pero acechada por las fuerzas ciegas de la barbarie. 

Si me vi en tal aprieto, es –lo habrán visto ya en los periódicos- porque había decidido, como otros jóvenes tarambanas de mi edad, ir a Siria e integrarme en el ejército del Estado Islámico. No se trataba de una cuestión de creencias políticas o religiosas –pasiones de las que estoy exento-, sino de satisfacer una gran y morbosa curiosidad por saber cómo era la vida allí, qué motiva a hombres y mujeres de toda laya a acudir a un sitio como ése, cómo es un sistema político en el que impera la charia. No haber conseguido llegar a Siria e introducirme entre las huestes del llamado califato es lo único que lamento de esta extraordinaria aventura. 

El caso es que, buscando cómo satisfacer mis deseos, después de haber merodeado por varias mezquitas situadas en Vilanova y sus alrededores –y no citaré ninguna de ellas por recomendación explícita de la policía- y de que me hubieran despedido de ellas con cajas destempladas, amenazándome con denunciarme de inmediato y prodigándome los más variados insultos, encontré a un individuo dispuesto a escucharme. Éste me preguntó antes de nada por mis convicciones religiosas. Yo le confesé la verdad en lo que a esa cuestión se refería: mi absoluta ignorancia de las particularidades de la fe islámica y todas sus variantes. Le mentí, en cambio, asegurándole que odiaba la religión consumista y frívola que había penetrado en los espíritus de todo el mundo occidental. Tales afirmaciones le sonaron bien a mi interlocutor, que dijo llamarse Said, para indicarme después una manera de conseguir lo que buscaba y darme instrucciones precisas, si bien me advirtió de que debía proceder cuanto antes a instruirme leyendo el Corán y prepararme para una conversión rápida a la verdadera fe. 

Había que ir a París, uno de los centros de reclutamiento más activos de Europa. Me aseguró, hablándome al oído con la voz pastosa de alguien que podría haber estado fumando porros todo el día, que las necesidades eran urgentes por lo que no sería difícil que me admitieran con rapidez en las filas de la yihad.

-Vete enseguida, hermano, en París te darán más instrucciones para ser un buen musulmán y que puedas quizá morir como un glorioso mártir -me dijo, despidiéndome con un emocionado beso en cada mejilla.

No sin cierta preocupación, por la perspectiva de pasar un tiempo demasiado largo instruyéndome en una especie de escuela coránica para cristianos descarriados, me puse a hacer los preparativos necesarios y me despedí de mi familia. La excusa que les di era un súbito deseo de proseguir mis interrumpidos estudios en la capital mundial de lo que había sido el Siglo de las Luces. Mi padre me abrazó con no menos emoción de lo que lo había hecho Said y mi madre, no sin cierto escepticismo, me felicitó por ponerme de nuevo en buen camino. Qué fuera a estudiar era lo de menos. Les dije que se trataba de un Master de historia y religiones del mundo, algo que a ellos les sonó bastante bien.

En cuanto a las disposiciones para mi marcha, descarté enseguida el viaje en avión con el fin de evitar dejar rastros de mi identidad. En lugar de ello, ni corto ni perezoso, compré de inmediato un billete de autobús, hice mi mochila y me puse en camino. Llegué a las seis de la tarde a la estación de autobuses a Paris-Bercy. Por suerte conocía ya la ciudad por mis otrora frecuentes visitas culturales, de modo que fui hacia el Sena, que no estaba muy lejos de allí y llegué a la Rive Gauche del famoso río y de sus hermosos puentes. 

Tenía que alojarme en un hotel de la rue de la Huchette, en pleno Barrio Latino. Se trataba del Hotel Mont Blanc, al lado de la Brasserie Le Jardin du Roy y de una de las librerías Gibert Jeune –en ésta última me había pasado bastante tiempo en mi anterior visita parisina, buscando libros sobre la tribu de los Korowai y sus particulares tradiciones culinarias. 

Ésas eran las instrucciones de Said: ir a París y alojarme en ese hotel. No tenía que ocuparme de nada más. Una persona se pondría en contacto conmigo en menos de tres días y me indicaría cómo dar los siguientes pasos, de los que tenía sólo una idea general: en un primer momento iría a uno de los pisos francos situados en el barrio de Barbès o el de Saint-Denis, en los que reunían a los candidatos a la yihad, a continuación me darían la instrucción coránica necesaria y se asegurarían de que mi conversión era sincera -el tiempo que pasaría para superar esa etapa dependía de mí y de la sinceridad de mis convicciones-  y menos de un mes después de mi sumisión a Allah estaría ya en Raqa o en alguno de los campos de entrenamiento del califato. 

Tras mi largo paseo matutino desde Bercy hasta la rue de la Huchette y después de dejar la mochila en el hotel, cené en uno de los numerosos restaurantes griegos de la misma calle de la Huchette y, para despedirme de la vida pecaminosa e insustancial del mundo capitalista, estuve de copas y bailando con algunas turistas cariñosas y un poco colocadas en el cercano Club Privé. Como no era cosa de cometer imprudencias, aunque lamentándolo mucho, me retiré en solitario y a una hora relativamente temprana a mi guarida. 

Después de un rato de plácido sueño, me desperté de forma brusca, aunque sin tener fuerzas para abrir los ojos. Me pasaba algo raro. Todavía con mis sentidos aletargados, no llegaba a entender qué era. Notaba cierta molestia. Al cabo de unos segundos identifiqué el motivo de mi incomodidad. Percibía un contacto extraño en la frente, como si me la estuvieran apretando con una cosa dura y fría. No, no estaba soñando. Y cuando al fin me decidí a despegar los párpados, convencido ya de que no se trataba de una pesadilla, vi ante a mí, en la penumbra de la habitación, a un individuo barbudo, vestido con tejanos y una sudadera con capucha que llevaba puesta, con los ojos salientes y unos labios muy gruesos. Se dirigió a mí en un español un tanto gangoso:

-Hola amigo. ¿Eres Mateo Cadell?

-En efecto, soy yo. ¿Qué pasa? ¿Quién es usted?

-Documentación. Enséñame tu equipaje. Tengo que comprobarlo todo –me dijo en un tono que no admitía réplica. 

Me levanté raudo de la cama, maldiciendo mi manía de dormir desnudo que ya me había jugado una mala pasada, cuando tuve que salir en cueros a las dos de la madrugada de una casa que estaba siendo acribillada a balazos en Venezuela, en el ya mencionado barrio de Petare, provocando silbidos de inequívoco recochineo entre las prostitutas que poblaban las aceras próximas.

-¡Hum! Habrá que arreglar eso –me dijo el barbudo con mucha seriedad señalando con su pistola lo que yo intentaba ocultar con una mano. 

Ante mi mirada de sorpresa, fue más explícito:

-Circuncisión.

De inmediato y para dejar de excitar la curiosidad malsana de aquel individuo, que empecé a considerar debía tratarse de mi contacto parisino, le pedí permiso para ponerme los pantalones que estaban en la silla.

Acto seguido comenzó la inspección. Primero abrió mi mochila y la puso bocabajo para vaciar su contenido. Después lo esparció todo con el pie para poder verlo con más detalle. Cuando descubrió que llevaba conmigo dos libros –Cincuenta sombras de Gray que una amiga habían insistido en que leyese y Los versos satánicos de Salman Rushdie que un librero me había recomendado para conocer mejor el mundo islámico -, y que ninguno de ellos era el Corán, se extrañó. Lo justifiqué diciéndole que tenía miedo de que los que se publicaban en España pudieran estar manipulados, a lo cual respondió con un gesto de asentimiento. Por suerte, no parecía haberse fijado en los títulos de las dos novelas. 

Cuando acabó de darle pataditas a mis pertenencias y extenderlas por la habitación, me requisó la cartera con todo su contenido, así como mi iphone 6s. Ante mi actitud contrita, consideró necesario darme una escueta explicación. 

-¿No tendrás nada en contra? Esto forma parte del procedimiento habitual, amigo. No podemos fiarnos de nadie. 

Una vez que comprobaran que era una persona segura me acogerían con los brazos abiertos y me tratarían como a un hermano. Tenía que esperar un día o dos. Para demostrarme que sus intenciones eran buenas, sacó unos cuantos billetes de mi cartera y me los dio. Eran unos doscientos euros de los quinientos que yo solía llevar siempre, para mis gastos menudos.

-No quiero que te mueras de hambre –me dijo con una media sonrisa.

Sentí un gran alivio cuando aquel individuo desapareció de mi vista. Recogí la ropa, la doblé y la puse en el armario. Estaba bastante inquieto. Me preguntaba si no sospechaban algo raro de mí, si saldría airoso del examen al que iba a ser sometido. Y lo peor era que me había quedado sin documentación, sin tarjeta de crédito y sin teléfono. ¿Había que avisar a alguien? ¿A un amigo? ¿A la familia? Con mi habitual temeridad decidí afrontar lo que viniera por mi propia cuenta. Fui a dar una vuelta. Lo mejor era que me refrescase un poco para salir del aturdimiento en que me encontraba. Si bien, pese a mi resolución, no me podía quitar de la cabeza a aquel barbudo con cara de pocos amigos. Me decía que probablemente ya habría descerrajado un tiro a más de uno y que lo habría hecho sin el menor cargo de conciencia. 

Paseando al lado del Sena me fui sintiendo mejor. ¿Qué me podía ocurrir? Me había visto en otras peores. Contemplando los plácidos bateau-mouche que pasaban bajo el Pont Neuf, recordé los vaivenes del barco desde el que estuve a punto de caer en el Pacífico. En Nueva Guinea había sido peor: no sé por qué me puse a guiñar un ojo y un viejo de la tribu lo interpretó como un acto de brujería. Y la brujería solía ser castigada en aquellos lugares remotos con la muerte del culpable, a la cual seguía un ágape en el que la persona ejecutada era el plato principal. Por suerte, mi ojo se tranquilizó antes de que la cosa llegara a mayores. También temía por los títulos de los libros. ¿Y si los había visto? Por si acaso, los había cogido al salir del hotel y, después de haberlos intentado vender infructuosamente a los bouquinistas que tienen sus casetas junto al río, los tiré a una papelera. No había que tentar al diablo. 

Seguí con mi largo paseo, dándome ánimos, deseando que todo acabara bien. Hasta que mi estómago empezó a mostrarse inquieto. Iba a entrar en el primer restaurante que encontrase, cuando se me ocurrió que lo sucedido esa mañana exigía continuar con mi despedida de los placeres diabólicos del mundo occidental, así que, pasando al lado del edificio de la Académie Française y Institut de France, el mismo en el que se encuentra la hermosa biblioteca Mazarine, me dirigí a la calle del mismo nombre, hacia el Alcazar, un bar restaurante bastante lujoso con espacios ajardinados, donde era posible comer bien por un precio alto, pero no ruinoso. Además, las guías insinuaban que era un lugar apreciado por ciertas mujeres maduras en busca de aventuras amorosas. Aunque no era un plan de esas características el que me motivaba, sino más bien el relajante frescor que prometía aquel vergel. No tardé mucho en llegar, después de pasar al lado del jardín Gabriel Pierné, donde no pude menos que detenerme para contemplar una vez más, como siempre que estaba en París, la estatua de Carolina, una hermosa adolescente desnuda de la que me impresionaba el contraste entre el rostro adusto y su airosa cola de caballo. 

Una vez en el Alcazar, pude comprobar con satisfacción que el trato a la clientela era de lo más distinguido. Me atendió una camarera que, con esa habilidad tan sui generis que deben desarrollar muchas mujeres francesas desde su adolescencia, me sonrió como si yo fuese el hombre de su vida. Pedí gambas y filete de ternera. La broma me saldría por más de sesenta euros, pero teniendo en cuenta las circunstancias, me parecía justificado: podía ser mi último ágape. 

Estaba ya en el postre, comiéndome una tarta de chocolate del caribe, cuando, sin pedir permiso para hacerlo, se sentó frente a mí una mujer alta, rubia, muy hermosa, que hablaba un castellano impecable, aunque con un ligero y delicioso acento francés. Me pareció de perlas que alguien así se interesase por mí en tales circunstancias y me dije que las guías para turistas cachondos se habían equivocado en lo que se refería a la edad y frescura de las tigresas que andaban por el lugar. Eso pensé en un primer momento, pero empecé a tener dudas cuando la impresionante joven sacó discretamente una placa de policía y me mostró un revólver que llevaba oculto bajo su elegante chaqueta. Verse amenazado dos veces por una pistola en menos de seis horas me parecía una exageración, pero preferí no mostrarme demasiado quisquilloso. La mujer policía, como habrán imaginado, no era otra que Janine Horta, aquí presente, nieta de republicanos españoles y condecorada hace poco en mi modesta compañía por la mismísima Anne Hidalgo, alcaldesa de París.

De inmediato, y sin dejarme meter baza ni por un instante, me explicó por qué motivo interrumpía mi exquisita comida. Formaba parte del servicio antiterrorista del ministerio del Interior y quería proponerme un trato. Se había informado sobre mí. La policía catalana, con su eficacia proverbial, me había seguido desde el primer momento en que había puesto mis pies en una de las mezquitas de Vilanova y en cuanto supo de mi viaje a París, transmitió ipso facto, todos mis datos a la brigada antiterrorista francesa. Gracias a ello, Janine sabía el tipo de persona que era, tenía noticias sobre la familia acomodada y muy comprensiva con mis locuras a la que pertenecía y los datos de que disponía la habían convencido de que yo era el candidato ideal para colaborar con ella.

Su objetivo y el de todo su equipo era desmantelar a la banda de reclutadores de la yihad con la que me había puesto en contacto. No se creía ni por un instante que mis motivaciones para ir a Siria fueran de tipo religioso ni político. Se lo confirmé, dándole algunos detalles sobre mi morbosa atracción por el riesgo, que ella se abstuvo de juzgar. Me indicó que el hombre que había venido a verme era Yassine El Alahoui y que tanto él como el resto de su banda estaban fichados y sometidos a seguimientos desde hacía tiempo, pero su arte del disimulo y su habilidad para escabullirse en el último momento, les había impedido cogerlos todavía. Mi ayuda sería preciosa para acabar con su organización. Y, para ser completamente sincera –me dijo-, apenas si tenía otra alternativa. Si me negaba a colaborar –el plan consistía en cogerlos cuando vinieran a buscarme para llevarme a uno de sus pisos francos-, la policía francesa me consideraría como miembro de la banda terrorista. El grupo de intervención bajo su mando estaría de todos modos al acecho y yo, sin duda, me vería más expuesto que nadie durante el ataque. Nadie podría evitar el choque mortal y yo, sin armas ni entrenamiento para afrontar tal situación, caería entre los primeros. 

-Ya sabes que la policía francesa no se anda con chiquitas en casos de terrorismo. 

Lo sabía. Todo el mundo sabe que las fuerzas antiterroristas galas disparaban más rápido que su sombra. La frase lapidaria con la que, en tales caos, suele comenzar la declaración del ministro del interior de turno para dar cuenta de lo sucedido, ya sea de izquierdas o de derechas, es: “les terroristes ont été abattus”.  

Mientras me comía el último trozo de tarta del chocolate del caribe, no pude hacer otra cosa que rendirme a los argumentos esgrimidos por Janine y aceptar su plan de acción. Aunque eso chafaba mis propósitos de ilustrarme en lo que era la vertiente salafista de la religión islámica, de ir a Raqa y de conocer de primera mano la extraña incubadora de combatientes y de terroristas islámicos que había emergido allí, no tenía otra opción. El primer punto del plan de Janine, y el menos desagradable para mi, era la necesidad de que pasara esa noche en el hotel conmigo. No nos separaríamos hasta que Yassine El Alahoui hiciera acto de presencia. Tras otras muchas precisiones, que yo me esforcé en memorizar, dio fin a nuestra conversación y se dirigió a la salida. Estaría en el hotel a las siete y traería provisiones para la cena. 

A las siete en punto de la tarde oí varios golpes en la puerta. Al abrir vi delante de mí lo que me pareció una mujer de la limpieza, alta, con un pañuelo que le cubría el pelo y un aspirador en la mano. Le pregunté ingenuamente qué deseaba. 

-¡Déjame pasar, hombre! ¡Soy yo!

Era Janine. Dentro del aspirador, en la parte reservada habitualmente a la bolsa que recoge el polvo, había tres hamburguesas y dos pistolas. Me dio dos hamburguesas –sin patatas- y una de las dos armas.

-Por si te tienes que defender –me dijo, instruyéndome acto seguido sobre su funcionamiento.

Janine siguió disponiéndolo todo para la posible visita de Yassine El Alahoui y los suyos y yo me mostré dispuesto a obedecerla siguiendo sus instrucciones a pie juntillas. Llegada la hora de dormir, y pese a mis protestas corteses, me obligó a acostarme en la cama mientras ella se tumbaba en un sofá de mala muerte que había en la habitación. Me dijo que había compañeros fuera que se hacían pasar por clientes, que no me preocupase, lo cual me inquietó de verdad, porque me daba una idea de las dimensiones de la operación. Al ver mi cara insistió: 

-En principio, no hay motivos para preocuparse. 

Opinaba que El Alahoui vendría sólo con la intención de facilitar mi alistamiento en los ejércitos del EI y sería fácil cogerlo. No sé si convencido por los argumentos de Janine o agotado por lo que había sido un día lleno de sorpresas, me dormí rápidamente. Mi contacto llegaría seguramente al día siguiente, pero había que reponer fuerzas por si se le ocurría presentarse al amanecer. 

Mis esperanzas eran exageradas. Mi sueño se vio interrumpido una vez más y todavía de manera más brusca que la precedente. Eran las dos de la madrugada cuando se produjo un estruendoso golpe en la ventana que me despertó y rompió los cristales. Por los huecos abiertos entró alguien que resultó ser El Alahoui, acompañado por otros dos individuos. Cada uno llevaba en la mano una pistola con silenciador. No sé cómo lo hizo Janine, pero antes de que me diera cuenta, ya había disparado a uno de los miembros del comando. Yo me metí debajo de la cama mientras oía silbar y rebotar las balas con insistencia. No las tenía todas conmigo. Me dije que me había metido en la boca del lobo y que quizá no saliera de ésa. Por suerte, los disparos de Janine eran certeros y puso fuera de juego a otro de los combatientes. En ese momento me acordé de que tenía una pistola debajo de la almohada y alargué una mano un tanto temblorosa para cogerla. Lo conseguí. Recordé cuáles eran las instrucciones de Janine para usarla. Había utilizado otras pistolas en mi vida, pero de distinto modelo. Acostumbrado ya a la oscuridad, comencé a mirar desde mi estratégica posición si aún estaba vivo algún miembro del comando. Para mi sorpresa, en lugar de unos pies, vi una cabeza vuelta hacia abajo. Era Yassine que estaba tumbado encima de la cama y me apuntaba pensando que Janine, que se había dejado caer al suelo, estaba fuera de combate. 

-¿Dónde tienes tus libros, cabrón infiel? –me preguntó.

Tuve el tiempo justo de apretar el gatillo y todavía estoy horrorizado por haber visto cómo se convertía en una especie de compota sanguinolenta el rostro del pobre Yassine. Por su parte, Janine me confirmó que había dejado agonizando a uno de los atacantes, había matado al otro y después había fingido estar muerta. En cuanto salí de debajo de la cama, nos abrazamos los dos. La emoción nos impedía separarnos, incluso cuando empezaron a aporrear la puerta gritando: Police, ouvrez! Mettez-vous par terre! Así, apretados como estábamos uno contra el otro, nos echamos al suelo, mientras Janine gritaba que todo estaba bajo control y en qué posición nos iban a encontrar. Por suerte, no hubo confusiones. No fuimos víctimas del fuego amigo. Sólo hubo un disparo, para rematar al agonizante que, según las declaraciones posteriores del jefe de la brigada de intervención, hizo un gesto sospechoso.

La banda, dispersa por los barrios de Barbès, Saint-Denis y Créteil quedó desmantelada aquella misma noche. El resto de miembros fueron apresados y la policía recabó muchísima información que serviría para atrapar a otros descerebrados. Apenas si hicimos caso a las excusas de los compañeros de Janine. Se empeñaban en justificar su tardanza hablándonos de la astucia de El Alahoui y los suyos. Insistían en que no habían podido verlos llegar porque tenían cómplices en el hotel y porque, para acceder a la ventana de la habitación, habían pasado por la Brasserie du Roy, situada junto al hotel Mont Blanc. Sin contar con que no pensaban que tuvieran la intención de liquidarme. Por lo visto, los terroristas también estaban al corriente del seguimiento de que era objeto por parte de la policía catalana y francesa y me creían un agente infiltrado. Gracias a Dios, o a la Diosa fortuna, o a ambos, todo ha acabado bien.

No sabría decir qué lección he sacado de esta nueva aventura. Aún es demasiado pronto para saberlo. Por el momento, estoy contento de haber salido con vida de este lío y de encontrarme de nuevo entre vosotros. 

Muchas gracias a todos por haber asistido a este acto. Ahora podemos responder a las preguntas o comentarios que deseen hacer. 


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